El arte como agente transgresor en el espacio público regulado.
“Era urgente preparar una revolución que se basase en el deseo: buscar en lo cotidiano los deseos latentes de la gente, provocarlos, despertarlos y sustituirlos por los deseos impuestos por la cultura dominante. De ese modo, el uso del tiempo y el uso del espacio podrían escapar a las reglas del sistema, y sería posible autoconstruir nuevos espacios de libertad.”
Francesco Careri en Walkscapes: el andar como práctica estética.
El arte como agente transgresor en el espacio público regulado.
El espacio público es una cosa abstracta y material que se encuentra en constante cambio. Se relaciona dialécticamente con lo privado y son pensados mediante una constante comparación -y paralelismo- que nos lleva a despertar ciertas inquietudes, muy particularmente, sobre aquellas las decisiones que se toman y que afectan directamente aquello que no es privado, y que lejos de ser una pertenencia individual se trata de una pertenencia colectiva, social e histórica que trasciende al ciudadano del hoy, al ser también el espacio de las futuras generaciones. Lo público y lo privado se definen mutuamente, y al no ser una antítesis fija, se busca definir uno explicando el otro. De ahí la importancia que tiene el espacio público (por no ser privado), porque las reservas del derecho de admisión no tienen (o no deberían tener) cabida, porque son los espacios donde los ciudadanos públicos nos manifestamos, donde la diversidad social sale a flor de piel y donde ejercemos nuestros derechos democráticos y mostramos -con una gran diversidad de acciones- la inconformidad, la revuelta, la indignación o la fiesta, el regocijo y el jolgorio. Por esto, y temas que veremos más adelante, es que debemos entender que el espacio público es, más que nada, un asunto ideológico. Es ideológico porque, desde las esferas públicas y sociales, se reconoce su potencial para dinamizar los sentidos individuales y colectivos, es espacio de interacción y de encuentro, de diversidad y tolerancia, de conflicto y de consenso. No pretendo crear un ambiente romántico en torno al espacio público, pero sí reconocer su carácter libertador, transgresor y que visibilicemos su constante pulular como objetivo de una inmensidad de políticas públicas que, no es que busquen su total erradicación, pero sí la implantación de unas medidas de control donde las normas se cumplan y los incívicos y los no adaptados al comportamiento reglamentado, sean retirados del escenario público, con una advertencia o con alguna otra pena. Es por ello que hablaré de tres temas fundamentales, dos introductorios donde veremos primero el espacio público como una cosa ideológica, luego las características del espacio público en el despertar de sentidos y conciencias y, finalmente, el papel que juega el artista como protagonista, una vez más, de una revolución, de una argumentación y de una transgresión de las políticas que afectan su presencia física, la estancia de su obra y su acción directa en el espacio público. Veremos al artista como revolucionario ante el diseño y el paisaje urbano, como estímulo de conciencias y como sujeto que le hace frente a las políticas –absurdas- de control en el espacio público.
Veremos el espacio público como una extensión material y construida de lo que en realidad es ideología. El antropólogo catalán, Manuel Delgado, señala que “ese concepto de espacio público se ha generalizado en las últimas décadas como ingrediente fundamental tanto de los discursos políticos relativos al concepto de ciudadanía y a la realización de los principios igualitaristas atribuidos a los sistemas nominalmente democráticos.” Esta generalización y su presencia global en los debates políticos deja en evidencia su importancia para dicha esfera, y por ende, nos debe hacer reconocer la importancia que tiene para los ciudadanos y ciudadanas, para los movimientos sociales y vecinales. Si el espacio público es una ideología, debemos estudiarla, y ver cómo la ideología queda marcada y delimitada en su forma más material. Cuestionarnos, por ejemplo: ¿Por qué una plaza tiene ciertas dimensiones, por qué las aceras son tan estrechas? ¿Por qué no hay árboles plantados? ¿Por qué no hay iluminación adecuada para la noche? ¿Por qué no hay bancos para sentarse o por qué los espacios públicos están cerrados con verjas? Dar paso a esta serie de preguntas, y muchas más, es un adelanto en la reflexión del espacio público como cosa material, imprescindible para descifrar el discurso entrelíneas y, por lo tanto, comenzar a profundizar en cuál es la ideología particular de quien gobierna y legisla para el espacio público.
Continúa el profesor Delgado: “Dejando de lado la acepción jurídica como espacio de titularidad pública, es decir, propiedad del Estado y sobre el que sólo el Estado tiene autoridad, la idea de espacio público, tal y como se aplica en la actualidad, trasciende de largo la distinción básica entre público y privado, se limitaría a identificar el espacio público como espacio de visibilidad generalizada, en la que los copresentes forman una sociedad por así decirlo óptica, en la medida en que cada una de sus acciones está sometida a la consideración de los demás, territorio por tanto de exposición, en el doble sentido de exhibición y de riesgo.” Se trata, entonces, de un espacio donde podemos ser percibidos, vistos, expuestos a una gama de personajes curiosos que buscan del reconocimiento o invisibilidad que ofrece la ciudad. Es el espacio de gestión y actividad de las clases sociales, el intercambio es, por tanto, necesario e inevitable.
Saliéndonos de teorización de lo público y su globalidad y cambiando de escala a la que compete, nos dirigimos al tema localizándolo en Puerto Rico, donde es evidente que, si nos apoderamos de lo público mediante una caminata, una deriva, un momento de quietud o de observación pasamos a ser extraños en el paisaje. El diseño urbano adoptado en la Isla también cumple con una ideología, una de predominancia de la fugacidad y el desplazamiento rápido y sin contactos, no hay un diseño generalizado que fomente el andar y el contemplar. Es por esto que al asumir ciertas acciones podríamos quedar como extraños ante el ojo que mira, porque la presencia en un lugar determinado puede no ser normal, aceptada o segura, porque la extrañeza al sujeto no identificado nos ha hecho dejar de salir y disfrutar de lo público, pero también nos ha hecho ver curioso y poco común al que lo hace. Se ha construido para evitar, a toda costa, la presencia se sujetos que, adaptados o no a la ideología del poder, estén actuando libremente en la calle y las plazas. Se está en tránsito, pero no sedentario porque podemos parecer incívicos, sospechosos, peligrosos por el hecho de atrevernos a retar un diseño hecho para ciudadanos-coche, y los que no les queda otra opción que andar, muy posiblemente asuman una yuxtaposición de lugares a través de los medios tecnológicos que puedan tener al alcance, éstos les pueden llevar evitar pensar y sentir el espacio público en el que se encuentra y transfiere al individuo a otras esferas haciendo caso omiso su entorno físico y social.
Guy Debord en Perspectivas de modificación consciente de la vida cotidiana (1961) dice que:
«Así, las nuevas ciudades de nuestros días perfilan claramente la tendencia totalitaria de la organización de la vida por el capitalismo moderno: los individuos aislados (aislados generalmente en el marco de la célula familiar) contemplan cómo su vida se reduce a la pura trivialidad de lo repetitivo, combinada con la absorción obligatoria de un espectáculo igualmente repetitivo».
El rompimiento con el espectáculo rutinario y la imagen simulada nos haría buscar la forma artesana de la vida y su expresión, la conciencia sobre la creatividad y lo original. Nos haría romper con el aislamiento sin perder la independencia y la individualidad, y seguramente nos haría ser, cada vez más, sujetos activos, presentes y solidarios de un mundo vivo.
Hasta este momento hemos expuesto cómo la ideología del espacio público es legible desde el propio diseño urbano, las políticas públicas que gestionan normativas y reglamentos de civismo o comportamientos, y finalmente, la incidencia de las políticas y los diseños en el comportamiento ciudadano, la pérdida del gen de andar, el desgaste de lo público como lugar que se conquista, se persigue y reivindica. Ahora, tocaría pensar en cómo el espacio público puede ser una herramienta estrella en la conquista del derecho a la ciudad y la cotidianidad lúdica. O bien, podríamos hablar también del “derecho a la belleza, y hasta derecho al lujo, porque no hay nunca despilfarro cuando se da riqueza a los pobres. Por lo tanto, antes que nada, el espacio público es un desafío y una oportunidad para la justicia urbana». (Borja & Muxí, 2001)
El espacio público dinamiza los sentidos.
Se podría decir que Georg Simmel hace una invitación a que seamos extraños en nuestra tierra, que no demos por sentados los modos de vida. “Tan grande son los cambios que se requieren para modificar los acuerdos a los que llega la humanidad con el mundo físico, que únicamente esta sensación de autodesplazamiento y extrañeza puede impulsar las prácticas reales de cambio…” (Sennet, 2009). El ejercicio de vernos alejados, de sentirnos extraños es una forma de reaprender, un ejercicio de reconocimiento del espacio, de la gente y de nuestro propio comportamiento. Así, podemos abstraernos de la realidad y ver cómo funciona el mundo, de qué manera podría mejorar y qué papel jugamos, como individuos y luego como colectivo, en las acciones públicas y políticas. Sin duda, es un ejercicio que va despertando sentidos, donde se comienzan a percibir cosas que antaño eran desapercibidas. Dice Richard Sennet que:
“La palabra –sentido- tiene una virtud, y es que siente, está relacionada con los sentidos, con nuestros sentidos: el olfato, el gusto, la visión, el tacto. […] El sentido es, en consecuencia, algo así como una proyección de nuestra vida, de la vida de cada cual, de la vida de un país.”
Y concluye la interpretación de la palabra –sentido- trascendiéndola a algo más que el mero acto de recibir un estímulo al transportarlo por el cuerpo hasta la elaboración del concepto.
“En efecto, para la filosofía tradicional, los sentidos nos entregan los materiales para que la inteligencia conceptúe. […] Quizás, pensamos, habría que hacer el esfuerzo de recuperar toda la fuerza de corporal y espiritual de los sentidos, su inmanencia, la fuerza del estar ahí, de estar aquí, presentemente en devenir.” (Sennet, 2009)
Los sentidos son provocados por el espacio con sus sujetos y objetos. Si nos refugiamos en una individualidad rampante, en una segregación de fronteras físicas y simbólicas, jamás tendremos la exposición a las acciones y eventos que nos lleven a desarrollar, abrir y experimentar con nuestros sentidos. No se trata de despertarlos uno a uno, sino de la increíble oportunidad de que salgan a la luz todos al mismo tiempo. En los espacios privados hemos tendido a especializar los sentidos, en el espacio público, por la incertidumbre y lo espontáneo, están todos alerta, recibiendo y enviando señales ante la amplia gama de oferta sensorial que se presenta, que posa irrenunciable ante nuestros cuerpos y que nos hace cada vez más sensibles, más conceptuales. Entonces, el espacio público libera los sentidos, nos expone a ellos y a nosotros mismos, y durante los procesos de reflexión pasan a ser conocimientos, memorias, crecimientos y acontecimientos únicos de la vida pública y urbana.
El haber conceptualizado los sentidos puede llevarnos a sentir algo más. Podemos vivir e identificarnos con la rabia, el furor, la desconfianza, las necesidades, los atropellos y la rebeldía, la alegría, la plenitud, y estas manifestaciones deben formar parte del espacio visible, público y colectivo.
José Miguel G. Cortés en el texto Políticas del espacio: Arquitectura, Género y Control Social habla de las características del espacio y las lógicas que lo llevan a no poder desprenderse de la reproducción social cuando dice que: “Cada lugar posee su propia lógica de reproducción, sus propios medios de perpetuación, así como sus propias condiciones de existencia. Podemos decir que los lugares son procesos de reproducción social, por ello los aspectos espaciales y culturales de los lugares son inseparables, no se puede llegar a entender uno sin tener en cuenta el otro”. (Cortés, 2006). Así, la historia y memoria de un espacio lo hacen lugar, lo hacen pertenecer a un recuerdo colectivo o individual, y por ello, hace que el espacio pertenezca al que tiene la memoria o el recuerdo. La reproducción social en el espacio le dan una validez y una fuerza que no conoce fronteras, políticas o normativas. El espacio es apropiable, gana fuerza en el debate, es reivindicado y tiene sentido(s). Este sentido nos hace querer vivirlo, pisarlo, señalarlo, contarlo, el espacio adquiere fuerza en nuestra vida cotidiana y extraordinaria y, sin duda, queremos que más cosas pasen en él, para así nutrirlo de aventuras y juegos, de recuerdos y proyecciones. El espacio público cobra vida y los ciudadanos y ciudadanas lo pueden reivindicar, porque lo pueden sentir, porque logran su abstracción, y la inscripción de estas memorias, cual grabado al aguafuerte, quedan conformadas en la historia colectiva.
Entonces, el espacio público tiene que ser accesible para que los sujetos, generadores y receptores de movimientos y recuerdos, que tengan la libertad de expresión y de acción como para dotar de valor social y material el espacio público. Por ello, las políticas públicas que piensan coartar los derechos de expresión artística deben ser cuestionadas desde sus diversos puntos de vista, el legal y el ético, el histórico y social, y, por supuesto, como hemos visto aquí, el problema que impera ante el intento de resignificación (desde la esfera política y burocrática) de la ideología y la materialidad del espacio público. Porque, sin duda, alterar las normativas para el control de actividad le resta elementos importantes al espacio público, muere la sorpresa y la apertura de los sentidos, la conceptualización decae, el ciudadano y la ciudadana dejarán de tener exposición a lo verdaderamente heterogéneo y, el espacio público, cambia nuevamente de significado, se reduce, se limita y genera una frontera que difícilmente será derribada, y en el caso de serlo, se habrá perdido mucho de la cultura pública y su memoria. Recuperar la pérdida de derechos en el espacio público será cada vez más difícil (aunque no imposible), es por ello que debemos asumir una posición sensitiva y alerta que nos ayude a identificar y evitar el surgimiento de este tipo de atentados.
Aquí encontramos la importancia del arte en el espacio público. Primero, podríamos preguntarnos si las desigualdades de acceso al arte están abolidas. La respuesta, naturalmente, es no. Pero, tampoco el acceso y la educación sobre el arte (que podrían llevar a la apreciación) están democratizadas, todo lo contrario, se encuentran como elementos –un tanto más comunes- en los sectores sociales privilegiados. Entonces, ¿qué pasa con el ciudadano y la ciudadana que no se han expuesto nunca a las artes? ¿Qué le queda a quien no puede pagar un teatro, o al que simplemente, por la falta de exposición, jamás le ha interesado? Y aquí no digo que la exposición sea el paso directo al interés, digo que la exposición presenta, introduce, abre una posibilidad ante los gustos, que no es importante si al final ha sido aceptado o rechazado, lo importante es la oportunidad equitativa al acceso. Aquí encuentro, más que nunca, la importancia del artista y su obra en el espacio público.
El rol del arte en el espacio público, así como el rol del espacio público en el arte, es llegar a despertar y reconocer sentidos, a identificarse y aprender mutuamente de la experiencia lúdica. El ciudadano en el espacio público puede tener la oportunidad de encontrarse en el mismo lugar que un artista que esté desplegando su obra, -física o abstracta, perenne o caduca-, en el espacio público y urbano. Según palabras de Michaux, el artista es –aquel que resiste con todas sus fuerzas a la pulsión de no dejar huellas-, las huellas que deja el artista que se ha presentado en el espacio público trascienden la obra, deja una huella política, reivindicadora y, en el mejor de los casos, transgresora y revolucionaria. Con su obra, el ciudadano y la ciudadana tienen la experiencia de presenciar arte de calidad con un inmenso valor no cuantificable ni estimable porque nunca tendremos idea de qué sentidos puede despertar una obra en los individuos. He ahí la genialidad y unicidad del arte. Se encontrarán, entonces, en un espacio común y social, en un lugar que despertará sus sentidos y escenificará su recuerdo en la memoria. Esta sería una ideología del espacio público donde reina, no solamente la democracia, sino la justicia que revive, con afán, al espacio público.
Las políticas que buscan dominar y controlar el espacio público, sin representar el interés ciudadano, deben ser problematizadas y reaccionadas. No debemos consentir la dominación de la ideología del espacio público que nos presenta el Estado, porque automáticamente estaríamos cooperando en otras formas de dominación y con otras políticas que no representan los intereses del ciudadano activo y político. Reprochemos la (des)educación sobre el espacio público y aboguemos por el cambio de ideología, definida y practicada por los que ahora somos ciudadanos y ciudadanas.
El control del espacio público nace del miedo al despertar de los sentidos, miedo a esos diálogos -fuera del tono común- y a los encuentros espontáneos. No es que se quiera reprimir el arte en sí, al menos no el arte mercadeable y reproducible, se le tiene miedo al arte provocador, bullicioso, al arte de masas y a lo que pueda provocar en el espacio público y en las mentes de sus presentes. Se le teme al arte como cosa activa y viva, se le teme por tener las herramientas (y por ser una herramienta en sí misma) para revolucionar, inquietar y despertar.
“Las políticas públicas que favorezcan la mezcla, la heterogeneidad cultural,
social y funcional harán de la recuperación urbana una
realidad y no un simulacro esteticista de la ciudad.”
(Borja & Muxí, 2001)