San Juan: Descodificando el Orden.
«La libertad es la condición ontológica de la ética. Pero la ética es la forma reflexiva de la libertad.
-Michel Foucault, en La ética del cuidado de sí como práctica de libertad.
San Juan: Descodificando el Código de Orden Público.
Busco aquí reflexionar sobre el Código de Orden Público de San Juan y su reciente auge en las noticias del país. Como ejercicio inicial me gustaría que tuviéramos, en la medida de lo posible, bastante alejado de la mente aquello que concierne a su aplicación o no aplicación en la práctica. Podemos discutirlo más tarde, en otro artículo o por otras vías. Lo que sí me gustaría es reflexionar sobre lo que significa para la ciudad y las relaciones entre sus habitantes un Código de Orden Público. Quizá, al valorar determinados elementos como la libertad, la expresión, la moral, podamos analizar desde una perspectiva un tanto menos individual y un tanto más colectiva. A primera instancia la idea de pedir (condicionados por una prensa sensacionalista que amenaza y pronostica un desastre social ante la ausencia de un orden punitivo) un código que regule y delinee nuestros actos y comportamientos en el espacio público me parece interesante, y al mismo tiempo, me inspira reflexión y combatividad. ¿Por qué? Porque creo que una ciudad normalizada y normativa nos homogeneiza como individuos y como colectivos. Soy fiel creyente de la ciudad diversa por definición, inclusiva sí, pero siempre bajo su mejor definición donde incluye libremente mientras acepta, respeta y promueve las diversidades culturales, sociales, religiosas y humanas en todo su sentido. También creo en una inclusividad desde la que el «acceso al discurso tiene carácter irrestricto, no la universalidad de alguna norma de acción obligatoria» (Jürgen Habermas en Ética Discursiva). Las manipulaciones que ocurren, allí, donde hay un espacio figuran como formas (la urbana) y como normas (códigos, leyes). Entender el espacio como cosa política automáticamente problematiza un sinnúmero de elementos, decisiones y comportamientos que no promueven una ciudad diversa, heterogénea y democrática. Al mismo tiempo, mientras pensamos el espacio, debemos tener presente y cuestionar la idea de que limitar y condicionar los usos que se llevan a cabo en el espacio público a través de la limitación de libertades individuales y colectivas ayuda al bien común y a la convivencia. Al dedicarle unos minutos a este pensamiento nos daremos cuenta de la cantidad de situaciones donde nuestras libertades se ven reprimidas y donde no existe una justificación adecuada o convincente en nuestro contexto social e histórico. Puede ser que entonces nos miremos a nosotras mismas actuando bajo una serie de controles que no entendemos, que muchas veces carecen de vigencia y de contexto y que respetamos -o no-,conforme nuestros valores.
Politizar al espacio nos lleva a emanciparnos, a entenderlo físicamente como terreno político, del deber y de la acción, y a entenderlo socialmente, como terreno de conquistas, de legados, de reivindicaciones. No hay espacios apolíticos porque en sí mismos, por más reglamentados y limitados que se encuentren, transmiten un pensamiento, una ideología imperante por parte de aquellos que tienen el poder de decisión para incidir directamente en sus formas y sus usos. Entonces, al no haber espacios apolíticos debemos reflexionar sobre qué tipo de espacio es el que nos encontramos, si es uno que propende al control excesivo de las fuerzas administrativas y del poder, o nos encontramos en uno que es permanentemente cuestionado, afirmado, conquistado y reivindicado como lugar físico y social de democracia, de pluralidad y de diversidad. Henri Lefebvre hablaba de la estandarización del orden socioespacial como la más eficaz de las ideologías reductoras porque jerarquizaba y descomponía la vida social, expulsaba lo transfuncional de la ciudad, la anomía y desorientación. Hablaba del urbanismo normal que operaba como ideología manipuladora donde para los gobernantes la vida de la ciudadanía en la ciudad se reducía a una función, al rigor inhabitable. Al final, parece que así nos encontramos cuando percibimos un espacio hegemónicamente concebido.
El mismo Lefebvre también hizo referencia directa al tema de ordenanzas cívicas, primero, cuestionando el consensus, como cosa «tácitamente asumida por todos los usuarios, basado en las clásicas pautas de urbanidad, que contribuirían a generar una convivencia segura y apacible, evitando las molestias y ofensas hacia los demás» (Lefebvre, 1974). Pero, resaltaba que cuando hay una abundancia de reglamentaciones para el orden de la ciudad, el consensus no hace otra cosa que «limitar la presencia, la acción y el discurso de los actores. Esto es, bloquea la posibilidad de plantear cualquier orden espacial alternativo e incluso introducir modificaciones en el ya existente» (Lefebvre, 1974). El espacio público cívico reduce lo que podría acontecer en un espacio a lo meramente previsible, lo aceptable, para lo que se está listo a ver, escuchar y presenciar, todo lo demás queda fuera del escenario público y urbano, limitándose en acción y no encontrando espacios físicos para su ejecución.
«Este espacio del civismo niega precisamente aquello mismo que proclama y ensalza, ser un espacio de apropiaciones, diferencias y participación; alejando cualquier posibilidad de implicación de los usuarios en la propia conformación de la vida del espacio público y de la ciudad en general. En definitiva, niega cualquier carácter político al usuario del espacio. (Lefebvre, 1974)
El autor también describe cómo el consenso cívico da paso a la criminalización y castigo de la protesta y la pobreza en el espacio público urbano, fracturándose así -en lugares asignados (significados, especializados) y en lugares prohibidos (a tal o cual grupo de población). Decía el autor que la (re)apropiación supone la asunción de la ciudad como obra, como valor de uso, como goce, como disfrute, como belleza y como creación colectiva de los ciudadanos, por tanto, sobre la que ellos deciden y en la que ellos intervienen. Esta reapropiación supone una repolitización del espacio, una reactualización de la condición política del espacio urbano y de la figura del ciudadano» (Lefebvre, 1974). Por lo tanto, cuando politizamos el espacio nos repolitizamos a nosotras/os, nos apropiamos de la función política y combatimos las barreras que se presentan ante nuestra involucración en las decisiones políticas y en la acción pública. La politización del espacio no es, necesariamente, la lucha estrictamente definida por determinados derechos, se politiza el espacio -en el y a través del- ocio. Es más, politizamos nuestras vidas a través del ocio como acto público, como reivindicación de presencias y diversidad en un lugar público determinado.
Dar esta introducción me parece pertinente cuando vamos a hablar sobre lo que acontece en un espacio. Siempre es bueno, incluso como asunto introspectivo, re-asumirse como ciudadana política cuando se va a escribir, a leer, a hablar, a conversar. Así, comenzamos a llegar a la esencia de determinado tema sabiéndonos responsables de las acciones y de las inacciones, de los aciertos y desaciertos y del camino que, a través de nuestra implicación (porque incluso cuando no hacemos nada, estamos haciendo algo) en el trazo conjunto de las relaciones sociales y su escenificación en lo público.
Me gustaría, poco antes de entrar al tema, recordar las palabras del geórgrafo Elisée Reclus cuando habla de cómo la libertad de palabra es la libertad de pensamiento hecho sonoro y como el acto es el pensamiento hecho visible. Y dice:
“Nuestro ideal lleva consigo la libertad absoluta para todos los hombres de exponer su pensamiento en todos los casos y sobre todas las cosas –ciencia, política, moral- sin otra reserva que la del respeto a sus semejantes; lleva consigo igualmente el derecho para todos de obrar según su gusto, mientras naturalmente asocie su voluntad a la de los demás hombres en todas las actividades colectivas; su propia libertad de ninguna manera se encuentra limitada por esta unión, sino al contrario, se engrandece gracias a la fuerza de la voluntad común” (Clark, 2013)
En otras palabras, cuando nos encontramos en una situación social en la que vivimos conglomerados en un espacio físico determinado, no tenemos razones por las cuales desear la coartación de nuestra libertad ni la del resto de los co-habitantes si, en un acto de libertad y racionalidad pura, podemos engrandecernos como practicantes de la libertad. Para ello, como dice Foucault, será necesaria la liberación, que es condicionante política e histórica para que podamos practicar –cotidianamente- la libertad.
Entrando en contexto: San Juan
No pretendo extenderme más en la descripción del espacio y sus formas políticas, pero sí que ahora me gustaría entrar en el contexto territorial y social que nos ataña y comenzaré por la aclaración de que el Código de Orden Público de San Juan no han sido eliminado ni mucho menos, sino que se ha prohibido la aplicación del mismo a la policía.
En estos días me ha tocado leer reclamos bastante enfadados frente a la decisión, pero nadie parece enterarse de que la cancelación indeterminada de las prácticas punitivas es en sí, una apertura a la libertad. Lo curioso es que es una libertad que no ha sido conquistada, y ahí se abre un abanico de dudas. Se busca, en el entramado político poco transparente, una explicación, una justificación que provea los argumentos medianamente convincentes para la decisión. Hay quienes han dicho que es para beneficiar turismo, hay quienes protestan ante los efectos de la medida desde una perspectiva individualista, y hay quienes están llenos de dudas y no han emitido juicio.
Creo que muchas de las quejas están avaladas por una prensa sensacionalista que, en sus palabras e imágenes, constantemente criminaliza lo público y que, en mi opinión, ha sido una de las grandes responsables del abandono del espacio público como ejercicio ciudadano cotidiano para la sociedad puertorriqueña. Digo esto basándome en un párrafo muy reciente que fue escrito por algún periodista para una página web de noticias, el texto lee:
«Así que si es de los que les gusta beber sin control y amanecer hasta las tantas de la madrugada sin recibir un boleto de 500 dólares, llegue a Rio Piedras que la policía municipal tiene las manos atadas, esto a diferencia de pueblos como Guaynabo, Loiza, Dorado y Caguas entre otros, que todas las actividades culminan antes de la una de la madrugada y no se bebe en la calle.»
Este párrafo más que informar, desinforma. Y no se queda ahí, se lee un cinismo discursivo que criminaliza a los ciudadanos y los envía a un lugar de “libertinaje y descontrol” mientras promueve ordenanzas que enjaulan las prácticas sociales a través de límites en en horarios y espacios. A esta prensa acrítica, poco informativa y superficial hay que problematizarla y cuestionarla, porque vulnera en sus textos y en sus discursos cualquier práctica social que tienda a la (re)apropiación del espacio público a través de prácticas de libertad que sean fruto de la ética colectiva.
No discutiré, como dije anteriormente, si es preciso o no dejar el Código de Orden Público en efecto. Lo que sí me gustaría es que, a través del breve análisis sobre lo público, lo urbano y sus prácticas sociales hayamos visto que no necesariamente la existencia de determinado orden punitivo garantiza la seguridad. También creo pertinente que seamos conscientes de que la baja densidad poblacional en la Isla tiende a unas comodidades (para algunos/as) que pueden ser descritas como homogeneización de los habitantes de un espacio y una segregación por clases económicas que impide, sin lugar a dudas, las dinámicas de encuentro y de conflicto que caracterizan las pequeñas, medianas y grandes ciudades del mundo. Ante un panorama urbano donde el auto es la herramienta por excelencia para evitar contactos extraños y donde el Otro es alguien que conocemos poco y de lejos, no estamos acostumbrados a manejar los conflictos y choques en el espacio público urbano. Al no estar acostumbrados a la diversidad, la tolerancia y los procesos de inclusión sentimos una falsa seguridad con un Código de Orden Público que lo que hace es garantizar la comodidad de unos sobre otros y resaltar, a diario, las diferencias ‘inaceptables’ mientras bloquea los encuentros indescifrables y los comportamientos “inadecuados” que, sin duda, han sido definidos y categorizados por algunos/as –con valores particulares- que se encuentran en el poder.
No debemos sentir miedo cuando un espacio público urbano se crece en libertades. Podemos, claramente, cuestionar el proceso que las trajo al no tratarse de una conquista ciudadana. Pero debemos reflexionar individual y colectivamente sobre los verdaderos significados de la libertad y de lo público. Quizá, así, entendamos que no hay tanto a lo que temer y que, para una sociedad más justa, más diversa y más democrática, el espacio politizado donde se puedan practicar las libertades, al final, resulta ser una herramienta clave que, desde el ocio hasta la lucha por los derechos, nos hace apoderarnos de la ciudad y de nuestro destino como sociedad.